Hay un libro por ahí que se llama Cómo fracasar en casi todo y aún así triunfar, que no he leído, pero que tengo pendiente, y lo voy a leer sólo para confirmar lo que te voy a contar.
Tómatelo como un prólogo, o como un spoiler.
Para ponerte en contexto, te voy a contar un secreto.
No es tan secreto si eres de mi pueblo, y si no lo eres, no sé por qué todavía no vives en Calpe.
La gente habla de la Costa del Sol, pero esto es lo mismo sólo que hay menos ucranianos y menos yates.
También tenemos una alcaldesa que es la rehostia, y que es mi madre.
Como madre ya ni te comento el nivel. Me ha enseñado a valerme por mí mismo, a ser libre y a aplastar a las cucarachas, a las de la cocina y a las demás.
(Al final, en la PD, te cuento por qué te cuento esto justo ahora).
Que tu madre sea la alcaldesa conlleva una gran responsabilidad, y una gran losa.
Desde las elecciones municipales de 2019, me toca los cojones ser el hijo de.
No que mi madre sea alcaldesa, que eso es un orgullo tremendo, sino cómo me ve a mí la gente.
No es que sea el hijo de la Ana, o el nieto de la Consuelo, que preguntan las abuelas para saber tú de quién eres, sino que esa es mi mayor baza, mi mejor carta o mi mejor atributo.
Más allá de eso, la nada.
El 98% de las veces me presentan, literalmente, así:
–Este es Benito, el hijo de la alcaldesa.
No sé si han presentado a alguien alguna vez como el hijo del afilador, del panadero o del podólogo.
Es cierto que de esos hay muchos, y alcaldesa sólo una.
Tampoco sé si lo dicen porque me ven importante y les mola alardear de compañía.
Le daría un abrazo al cantante de Taburete y a Daniel Sancho, que se lo han currado para ser tendencia, cada uno a su manera.
Como no me apetece tener que descuartizar a nadie, voy por otro camino. Y, aunque ahora mismo pinta torcido, te lo voy a contar.
Va mucho de testosterona, de legado y de familia. Y de ganar dinero, o de perderlo.
Difícil que no te interese alguna de ellas, pero, oye, en peores plazas hemos toreado.
Con todo el circo que hay montado en el mundo de los negocios online, con mensajes de sube tiktoks y gana pasta; miro arriba y veo un penthouse, miro abajo y veo un Aventador; tradea cryptos desde Thailandia mientras acaricias un cocodrilo, yo, con mis huevos morenos, voy a montar una freiduría.
Después de más de un año, un intento de pizzería falluto con otra persona, un local patas arriba sin terminar y donde lo terminado está mal hecho y hay que arreglarlo y una propietaria que es una santa con la paciencia que tiene, ahí va un graduado en Derecho con un máster en abogacía a montar un garito de cerveza y fritanga.
Parece una broma, pero no lo es.
Debo de ser el único gilipollas que no gana dinero con un ordenador, con YouTube o enseñando el hámster en OnlyFans.
Yo qué sé, no soy tan listo.
He hecho mis números, mis Excels, mis previsiones, mi relato de marca, mis escandallos y mis pajas mentales, y ninguna me motiva.
Que, haciéndolo muy bien y siendo un lince, la hostelería te deja un 20% de rentabilidad, no ayuda.
Que el 60% de los negocios de hostelería quiebren el primer año, tampoco.
Que el 80% de los negocios de hostelería no existan al cabo de 5 años, menos.
Con 0 experiencia en el sector, no hay ninguna razón para pensar que me va a ir bien.
Los «ah, menudo ideón, seguro que lo petas», son papel mojado. Tu opinión y la mía valen lo mismo que estudiar filología.
Los intentos de ánimo ajenos se quedan en eso. En intentos.
Que cada día que pasa, de cada paso que doy y de cada movimiento que hago surja un problema hace que tenga muchas ganas de delegarle a otro echar las cañas.
Y aquí viene el por qué, la causa de que, a pesar de todo, siga hacia adelante.
Tengo un compromiso, conmigo mismo y con mis, de momento, espermatozoides.
El libro del que te hablaba al principio trata sobre los intangibles que adquieres sólo intentándolo, esto es: conocimiento, experiencia, tablas, bagaje y respeto.
Porque es imposible no respetar al que se arriesga.
Una carrera, un máster y un FP son tangibles, se ven y se tocan. Se cuelgan en la pared y cogen polvo. Los intangibles no los ve nadie, pero están ahí, y son tuyos.
Mi teoría va por ahí, incluyendo a mis descendientes.
–Hola, Benitín Jr.
Como mencioné en artículos anteriores, llevo un año para abrir un puto local de 40 metros cuadrados.
Por si sabes de arquitectura lo mismo que yo, una reforma de semejante tamaño tiene de trabajo entre 20 y 30 días (constructores de la sala, change my mind).
A mí, por lo que sea –ejem, un socio defectuoso–, me ha durado un año. De cifras ni te hablo porque seguramente te cagues encima. Y de más cosas tampoco te hablo, que me da muchísima vergüenza exponer mi imbecilidad, y tengo que mantener una reputación.
Tampoco te voy a hablar de noches sin dormir, ansiedad, migrañas, náuseas, discusiones, gritos y de muchos otros problemas de salud mental.
La soledad es la peor.
Tampoco te hablaré de que todo esto es sin psicólogo. El gimnasio, salir a correr e ir a misa sostienen mi chiringuito mental.
Ríete si quieres, pero las clases de yoga están llenas desde que las iglesias están vacías.
Tampoco te voy a hablar de mi novia ni de mis amigos. Simplemente, los mejores.
No sé cuánta gente aguanta una semana haciendo algo. No te digo ya un mes, un trimestre, un verano, un semestre, un año, un lustro, un siglo.
Cuántos han trabajado 14, 15, 16 horas al día un año sin ver un puto duro.
De estar cuerdo, mi reacción habría sido esta:
–Mira, esto no sale. La broma de jugar a hacer negocios ya no tiene gracia. Mejor me vuelvo a la oficina, a tocarme los huevos, ganar 1.000€ al mes y a que lo mejor que haya hecho en mi vida sea ser hijo de la alcaldesa.
Quizá tú, querido lector, lo vieras como un plan viable.
A mí me parece un plan nefasto pasar de ser el hijo de la alcaldesa a el hijo de la alcaldesa, ese que casi monta algo.
Hay algo peor que eso, y que no me perdonaría nunca, Manuela Carmena, y es que mis hijos fueran los nietos de la alcaldesa, donde el que los engendró, como mucho, pasaba por allí.
Así que sólo me quedan dos caminos, y están claramente dibujados.
Pienso en mis hijos charlando con sus colegas en el patio del instituto.
Una conversación, que no me imagino, es:
–Oye, ¿tu padre a qué se dedica?
–Curra en la oficina desde hace 30 años. De joven casi monta algo, pero algo se torció y ni lo intentó. Pocas veces sonríe. Las cosas no van muy bien en casa. Creo que mis padres se están separando, no tenemos dinero. ¿Me das la mitad de tu bocata? No he desayunado.
La otra, que en mi cabeza es espectacular:
–Tu padre el otro día me pareció la caña. ¿Cómo tenéis ese casoplón? ¿Y cuándo se la vas a enseñar a Sandra? La casa, digo.
–Mi padre está loquísimo. De joven, sin tener ni puta idea, se la liaron y montó una freiduría. Se arruinó, pero se lo pasó de puta madre. El cabrón no paró hasta que lo consiguió. Mi padre es mi ídolo, pocos tienen esos huevos.
–Ya te digo, ojalá mi padre se pareciera al tuyo.
–Por cierto, he quedado con Sandra el viernes. Está buenísima.
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