Escribo esto días después de enterrar al padre de uno de los amigos de la pandilla. De los de jugar a fútbol en el parque con dos porterías que son dos piedras, en el patio del instituto con latas aplastadas y de tener que cambiarme de cama en una casa porque ronca como si tuviera una Harley Davidson en la garganta.
51 años tenía. Mis padres 57.
Recibí la noticia de la muerte un lunes por la noche y enseguida pregunté cuándo estaría en el tanatorio. Había que ir, y tirarse allí todo el día. Así debe ser.
Avisé a la pandilla completa con un mensaje sencillo:
–Se ha muerto su padre. Mañana a primera hora vamos al cementerio.
(Aquí el tanatorio está en el cementerio)
Allí que fuimos unos cuantos, los que podíamos, pero nuestro amigo no estaba. Se había quedado en casa porque no le molan esas cosas.
La verdad que cuando alguien se te muere es un porculo recibir trescientos mil pésames, mensajes y abrazos, sobre todo de gente que no conoces.
Porque, ¿qué vas a decir cuando a tu amigo se le ha muerto el padre? ¿Que lo sientes mucho? ¿Tú qué cojones vas a sentir? Tu padre no se ha muerto, no sientes nada.
Lo que empiezas a sentir es lo imbécil que eres por pensar que tus padres vivirán siempre, que tú vivirás siempre, y empiezas a culparte por todas las veces que no has sido justo ni agradecido con ellos. Ni cariñoso, ni les has correspondido como merecen.
Un remordimiento que te pide volver a tener 3 años para que te dé tiempo a equilibrar la balanza, pero no se puede, porque está muy descompensada de lo que tus padres te dieron a lo que tú nunca podrás devolverles.
Así es la vida, que diría Jordi Wild.
Como mi amigo no estaba en el tanatorio, lo llamé por teléfono. No había hablado con él desde hacía una semana.
–¿Dónde estás?
–En mi casa.
–Vamos para allá.
Estuvimos allí dos horas y pico hablando de todo menos del asunto.
Es algo irreversible, así que mejor dejar a un lado lo que ya se ha ido y hablar de lo que está por venir, que siempre, siempre, es mejor.
Al día siguiente, lo enterramos.
En la puerta del cementerio, dejando un poco de intimidad a la familia, mientras esperábamos fuera a nuestro amigo, uno de nosotros comentó algo más profundo que el bolsillo de Doraemon:
–Que sepáis que uno de los que estamos aquí enterrará al resto y se quedará solo.
Nos quedamos mirando. Uno se rayó y se fue a dar un paseo, el otro se puso a vapear y yo me descojoné:
–Pues que sepáis que el último en pie seré yo, que os veo muy flojos como para poder soportar esa soledad.
El que se fue a pasear volvió a cagarse en mi vida y a decirme que no le hacía ni puta gracia.
Me descojoné el doble.
No le temo a la muerte. Es necesaria. Bueno, sea necesaria o no, es lo que hay. Te pone en perspectiva. Que todo lo demás da igual. Esa asignatura que se te atraganta, la pava que no te contesta, que hayas ganado menos dinero del que pensabas que ibas a ganar.
Tu padre ya no está, así que lo demás se vuelve irrelevante.
Sufren más la muerte los que se quedan que los que se van, que no se enteran de nada.
Tito Vilanova, en una entrevista antes de morirse, dijo:
–Me voy a curar, pero no por mí. Lo haré por mis hijos. Creo que todavía me necesitan.
No se curó.
Hace no mucho le pregunté a mi madre cómo es no tener padre. La respuesta me la guardo. Le repliqué que entonces no me imagino cómo es no tener madre. No he tenido cojones a preguntárselo a mi padre todavía.
Vuelvo al remordimiento que he mencionado anteriormente para contar algo que no he contado a mucha gente. Aquí hay mucha gente, así que me viene bien para curar heridas.
Mi abuela falleció un 2 de enero.
Con un virus de por medio del que no tengo muchos recuerdos ya, hacía mucho que no la veía. Creo que un año.
En diciembre de 2020 iba a ir a verla, pero una cuarentena protocolaria absurda me lo impidió.
Yo no obedezco a ningún gobierno, ni a diputades que me roban a diario y se esfuerzan por que cada vez nos vaya peor a la gente normal, pero obedezco a mis padres, y ellos me dijeron que me estuviera en casa quietecico.
El día 1 de enero se me pasó llamarla para felicitarle el año. Sería por la resaca o cualquier mierda.
«Mañana la llamo», dije, pero mañana se volvió nunca.
Me despedí de ella, pero no se enteró.
Sobre esta historia, en noviembre de este año, si Dios quiere, lanzaré el mejor proyecto que puedo lanzar. Ya puedo construir las 7 maravillas del mundo juntas, mejoradas y barnizadas en aceite de oliva virgen extra que no serán mejores ni más bonitas que éste.
La cuestión es que no sé dar el pésame. ¿Qué te voy a decir que mejore tu situación o que te anime? Me parece hasta ridículo.
Siempre pienso en el meme aquel de:
–Estoy mal.
–Pues no estés mal.
A veces sólo hay que decir: «É un mondo difficile, e vita intensa» y seguir p’alante.
Y me he dejado lo mejor para el final.
En el camino de la iglesia al cementerio, pasamos por delante de un colegio. Los niños estaban en el patio, dejaron de jugar y se agolparon contra la valla. Éramos los que más cerca estábamos de ellos. Preguntaban qué había pasado, que por qué todo el mundo tan triste.
Acordamos no contestar, pero no por respeto a los muertos ni a la familia, sino por respeto a los niños. A ellos mismos.
Un niño no reconoce un coche fúnebre. Sólo es un niño. Juega, se ríe, se estampa, se cura las heridas, rellena el workbook o se lo copia, saca de quicio a sus padres, come, se acuesta a dormir y vuelta a empezar al día siguiente.
Quizá ni sepa que en más o menos una década se le acaba el chollo. Que tendrá que ir a la universidad, o buscar un trabajo, montarse un bar, una peluquería o un canal de YouTube, aunque su padre hubiera querido que saliera futbolista o registrador de la propiedad.
Quizá tampoco sepa que empezará a enterrar a los padres de sus amigos, o a los propios. Y luego a sus amigos, quizá hasta a sus hijos. Que se morirá gente que no se ha muerto nunca.
Quizá tampoco se dé cuenta de que este es un juego en el que, aunque uno aguante más que los demás, al final perdemos todos.
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